17° FestiFreak: Competencia de Cortometrajes Argentinos (I y II)

Por Tomás Guarnaccia.

Una tesis muy difícil de fundamentar, caprichosa y hasta supersticiosa dice que en la sección de cortometrajes de los festivales de cine se cifra el eje estético de toda la programación (o la falta de este). Sin ánimos de buscar la comprobación empírica de esta idea, simplemente con el deseo de desplazarse por ella, como quien elige un camino posible frente a una intersección múltiple, se deja aquí un recorrido crítico por los cortometrajes que componen los programas 1 y 2 de la Competencia de Cortometrajes Argentinos del 17° FestiFreak.

Yo y le otre

En este último tiempo es una constante encontrar en festivales de cine cortometrajes de estudiantes de la Universidad Torcuato Di Tella u otras instituciones que hacen del archivo familiar y las historias del yo el cimiento de sus poéticas. Este desplazamiento a la intimidad, característico del documental nacional tras la emergencia del Nuevo Cine Argentino, encuentra una fuerte pregnancia entre realizadores jóvenes que deciden hacer de su propia experiencia privada el punto de partida de sus obras. Algunos, los desmemoriados o poco interesados en las huellas del pasado cercano, solo para caer en repetidos lugares comunes vacíos; y otros, los menos, con la intención de complejizar este sistema estético bien conocido. Pero la experimentación dentro de formas y formatos definidos puede ser bienvenida en tanto gesto, pero carece de valor por sí misma. Experimentar no implica directamente una renovación o un descubrimiento, de allí la dificultad de encontrar obras que se destaquen dentro de un armazón estético ya institucionalizado.

Este último caso es el de Amor de verano de Eline Marx, un cortometraje donde la realizadora busca a través de una investigación alrededor de Samuel Lipszyc, su abuelo, militante detenido-desaparecido durante la última dictadura, una imagen o un sonido para recomponer “la cadena rota” de donde viene. Hombres de corazones heridos y mujeres decididas forman dos ramas de un mismo amor, de un árbol genealógico marcado por la militancia política, los encuentros veraniegos, la represión y, claro, los amores de verano. A partir de la única imágen existente de su abuelo, como si se tratase de un tapiz en construcción, Marx parte en la aventura de hilar fotografía a fotografía y recuerdo a recuerdo la historia personal e íntima de su familia con la Historia grande, aquella delineada por el horror y la sangre. La frontera entre lo íntimo y lo público se borra cuando son censuradas las voluntades políticas de quienes aman en verano. Pero a este juego de escalas particulares y sociales se le suma una tercera rama, la de otra familia y otra persona desaparecida: Laura, secuestrada en el verano de 1978, hija de les cineastas Mabel Itzcovich y Simón Feldman —quien por azar termina siendo el nexo entre las ramas de familiares argentinas y francesas de Eline Marx—. Circula cierta solidaridad entre estas familias con árboles genealógicos rotos por la represión. Amor de verano no es tanto un film sobre la búsqueda de un familiar desaparecido, sino más bien la expresión de quien se identifica con la injusticia sufrida por otro. El yo se abre, se utiliza como llave. El gesto político principal del cortometraje reside allí, en hacer propia la imagen de la derrota de un par. Derrota que al estar mediada por la represión estatal clandestina nunca es privada, ni enteramente perteneciente al reino de lo íntimo, ni, justamente, ajena, de otro. El fluir de las imágenes fotográficas que reconstruyen las dos ramas de la familia de la realizadora se entremezclan, se solapan, se imbrican con las de Laura en una superficie sin horizonte delimitado. La secuencia final del cortometraje corresponde un hallazgo notable de la realizadora: ante la falta de información y la imposibilidad de saber dónde vivía exactamente Laura, Marx desplaza el eje de la cuestión, evidencia la precariedad de los datos y hace de esta imposibilidad de acceso una consigna, una búsqueda. Las heridas de la Historia siempre son más grandes que lo que un solo árbol genealógico puede contener.

Amor de verano (Eline Marx)

Quizás la vuelta de rosca genérica sirva para hacer de Werner y yo un cortometraje entrañable y un siempre necesario punto de alivio dentro de la variedad que supone un programa de cortometrajes; la pregunta es si este film es algo más que eso. Una película de misterio y varios documentales conviven dentro de este corto, desde una suerte de correspondencia filmada (tan de moda en nuestros días) a una entrevista de corte televisivo de cabezas parlantes se entrelazan a lo largo de sus dieciséis minutos. Dentro de este entramado hay un tema bastante valiente deliberadamente opacado por una estructura harto recreativa: el Werner del título, un anciano alemán más peculiar que genuinamente carismático, invita al joven realizador (el “yo” del título) a pasar un tiempo en su casa de Hamburgo; pero el viejo no está y el joven termina encontrándose solo frente a una casona solitaria y envuelto en la investigación del pasado ominoso del señor alemán. Sonidos extradiegéticos propios de una película de suspenso apoyan el volantazo de tono del corto, un pequeño gimmick que más que un chiste sonoro parece un verdadero intento de inocular suspense y riesgo a la trama del anodino documental devenido film de espías. El efecto del giro es del tipo espectacular, su misión es el entretenimiento, es un shock carismático que como todo shock se diluye rápidamente, solo dejando una media sonrisa en el rostro del espectador. Tras esto, la conclusión final del cortometraje deja una huella de desazón y vacío similar a la del jugador que ve su all in transformarse en nada tras el giro de un naipe: ¿todo lo que hay para extraer de este octogenario alemán ex agente de la CIA es un comentario vitalista? El cruce entre una estética lúdica y la política —quizás la más potente encrucijada cinematográfica— siempre se balancea en una cuerda floja que separa la volatilidad por un lado y la banalización del otro. Werner y yo cae en el primero de estos precipicios.

Azul Aizenberg es una cineasta cuidadosa, pero de una mesura no exenta de un vigor y rigor poco comunes entre cortometrajistas argentines. Por momentos, Las picapedreras se balancea triunfal en la cuerda anteriormente descrita, y por otros se entrega a sus anchas a una idea de imagen justa a la que le hace, valga la redundancia, justicia con total entereza. Lo curioso, precisamente, es que en este cortometraje las imágenes de lo retratado no existen. El cineasta maldito Alberto “Beto” Gauna filma en Tandil en 1975 un mediometraje documental llamado Cerro de leones[1] que recoge testimonios de la llamada Huelga Grande de Tandil. Aparentemente no hay imágenes de aquella lucha llevada a cabo por los trabajadores de la pedrera tandilense a principios del siglo XX; menos aún se conservan imágenes de las acciones que llevaron a cabo allí las mujeres, quienes tuvieron un rol preponderante en aquella gran movilización y que fueron apartadas de la reconstrucción histórica de los hechos realizada por Gauna. Apartadas del montaje final de Cerro de leones por decisión de su director y, una vez impuesta la dictadura cívico militar en Argentina, eliminadas de la faz de la tierra por el fuego con el que militares destruyeron el rollo donde se conservaba un puñado de imágenes de ellas. Allí, entre la ausencia y el ninguneo histórico es donde Aizenberg encuentra su película. Ante un relato sin imágenes y ante un rollo de película incinerado, son distintas y variadas imágenes de la historia del cine las encargadas de materializar aquello que reside invisible en la Historia del mundo. Cinefilia mediante, existe en Las picapedreras una idea de sucesividad y fragmentariedad, de acumulación de datos, imágenes y formas que Aizenberg utiliza para hacer emerger lo ausente. La directora no reemplaza aquello que no está, moldea con arcilla reciclada. El cine es memoria, decía el ya muy citado Godard, solo hay que pensarlo como tal, claro. Frente a Las picapedreras se hace muy difícil no pensar en Cuatreros (Albertina Carri, 2016), pero donde Carri en su suerte de collage posmoderno equipara el nivel del yo al de la imagen imposible del otro, Aizemberg da medio paso atrás: la joven realizadora invoca pero toma una ligera distancia, se identifica pero no se suma a los puños levantados teñidos de sepia, recupera la historia y señala el presente pero no muestra su dedo.

Las picapedreras (Azul Aizenberg)

Celuloide

Resulta curioso encontrar en los festivales de cine una gran cantidad de producciones realizadas en super 8 u otros formatos fílmicos. Con el surgimiento del video y la consecuente evolución y democratización de dispositivos de registro se sospechó que el cine casero/amateur sería definido por el ruido digital y no por el grano filmico. Hoy cualquier persona con un celular medianamente nuevo posee una cámara de cine en el bolsillo, sin embargo existe una constante en varias programaciones de cortometrajes de festivales de cine: el signo de lo casero se emparenta con el celuloide, la película rasgada y la exposición del material físico de la película. Similar al limbo atemporal y la zombificación de otro tiempo que Mark Fischer encuentra en las músicas de Amy Winehouse o los Arctic Monkeys, el cortometraje argentino de rasgos amateur o abiertamente experimental abraza, en un gesto de simulación algo nostálgica, la textura de la imagen de un pasado. No se trata de impugnar la imagen de un cine y buscar su reemplazo, simplemente se señala el desencuentro de tiempos y realidades y se abre un interrogante: ¿por qué filmar en fílmico en 2021? Parece una pregunta simplona y hasta chabacana, pero en vistas de pinturas sin marco resulta, cuanto menos, una incógnita provechosa.

Según el catálogo del festival, Santo Rey Baltazar es el retrato de una celebración religiosa realizada en Corrientes a San Baltazar, “un santo popular canonizado por el pueblo, no por la Iglesia”. Por sí mismas, las imágenes del film poco sugieren esta información. Uno puede preguntarse si este cortometraje “funcionaría” si en lugar de haberse registrado en fílmico se hubiese hecho con video, ya sea con un pulcro 4k profesional o con la suciedad de la imagen de un celular maltrecho. Esta clase de preguntas contrafácticas casi siempre son inconducentes, las películas son lo que son y deberían ser criticadas y pensadas a través de los materiales que estas presentan. Lo que sucede aquí es que la exposición del propio material es, en sustancia, el cortometraje. A un registro superficial del evento, donde la cámara se pasea entre los participantes con más ingenuidad turística que con voluntad de pesquisar o interrogar la realidad, se le suma la constante exposición de la propia superficie física de la película. A ralladuras y suciedades propias del registro casero fílmico se le añaden numerosas veladuras del material y desencuadres del rollo de película, los cuales evidencian las perforaciones y el movimiento de la misma. La decisión de dejar estas “imperfecciones”, evidencias explícitas del registro, no sólo es consciente, sino que hasta parece un procedimiento deliberadamente dosificado en el montaje a lo largo de los nueve minutos de metraje. Los hombres y las mujeres danzan disfrazados con vistosas ropas rojas mientras Slobayen los rodea con su cámara, la imágen registra y se registra a sí misma, más que documentar una realidad el realizador documenta la realidad de su registro. Casi como una invocación del gimp farberiano[2] en tiempos de cine-superficie, Santo Rey Baltazar suelta aquí y allá en forma de destellos estos gestos de gratuidad que agregan ese plus que evita la monotonía, acerca el film a una idea un tanto superficial de Arte y busca despertar entre el patio de butacas un asentimiento acompañado con un reconocimiento: «Claro, es fílmico».

Si alguien proyecta Trampa de luz sin dar ninguna información al respecto y luego de la proyección afirma que se trata de un cortometraje experimental de 1960 nadie dudaría. Se dirá, de nuevo, que esta es una hipérbole contrafáctica, pero lo cierto es que en la materialidad del cortometraje no existe una huella reconocible del presente, ni de este que vivimos ni de uno pasado.  Cierta atemporalidad pesa sobre este corto de Pablo Marín. Claro que existe un marco, un paratexto llamado FestiFreak que contiene y presenta a Trampa de luz; pero una vez atravesado ese umbral —quizás justamente a causa de este pasaje con fecha de hoy— uno encuentra el procedimiento puro, el gesto desanclado, un pasaje de la materia a un estado gaseoso. La pintura impresionista tuvo la particularidad de significar una salida puertas afuera, ser un baño de luz solar sobre lienzos hasta entonces reservados a las maleables luces y sombras de los talleres. Si se permite la extrapolación, Marín en Trampa de luz parece el equivalente a un impresionista tardío, digamos, uno de 1940 ahora encerrado en su atelier pintando, armado con las huellas de las imágenes de los grandes maestros. Mientras tanto la luz, para bien o para mal, está afuera.

Un horizonte invisible (Mario Bocchicchio)

Casi como respuesta estética a las dos poéticas anteriores aparece en la programación de la competencia Un horizonte invisible de Mario Bocchicchio. El realizador —también editor de varios films de Gustavo Fontán— esquiva el superficialismo y propone un juego audiovisual que acerca y emparenta, en tanto mojones de una globalización hecha norma, al Sudeste Asiatico con Buenos Aires. «Es todo lo mismo con pequeñas variaciones» dice desde la voz en off un turista que le envía mensajes de audio al realizador, mientras que este, desde la imagen, trabaja con superposiciones del bajo porteño, con un Puerto Madero reconocible al que se le sobreimprimen o suceden obras inmobiliarias, públicas y privadas. Que Buenos Aires se está transformando urbanísticamente de manera irreversible, a esta altura, no es un secreto para nadie, bienvenido sea que el cine se dé por enterado. Un extremo del mundo aporta sonidos y el otro imágenes; y a su vez los sonidos sugieren imágenes y las imágenes sonidos. Una y otra son dos partes indivisibles de una sinfonía global mediada por el cemento, el vidrio y los negociados inmobiliarios. Bocchicchio presenta la superficie de la pantalla como un terreno en disputa, las imágenes se funden y pelean entre sí; al fílmico se lo rasga con el sonido digital, sucio y chato ya reconocible de los audios de WhatsApp. El turista también admite vivir su experiencia como un microcosmos, uno donde el mundo “está bien”, el cual se debate y se tensiona con aquel mundo que, según también dice, “está como está”, o sea, mal. El film mismo se propone como un microcosmos que busca hacerse cargo de esta disyuntiva y de este punto intermedio entre escalas. Frente a un cine sin fijador lleno de ideas que se velan al salir de la sala oscura del cine, el film de Bocchicchio promete más, juega más, arriesga más y desea más; pisa en las mismas superficies viscosas que los otros, pero quizás su mayor valor es que sabe hacia dónde dirigir sus dudas y cómo exponer sus fisuras.

¿Expandido? ¿Para dónde?

«Para que una obra sea vanguardista no basta con que se aleje lo máximo posible de la media de su época o del estándar de su país. Tiene que ser esencialmente enigmática, estimular interpretaciones críticas que fracasen en el intento de revelar el misterio que encierra su construcción», con esa definición sentencia Silvia Schwarzböck una breve crítica a Picado Fino (Esteban Sapir, 1996)[3]. A priori, como punto de partida, es interesante cómo esta idea es enteramente aplicable a los cortometrajes Las fuerzas inmanentes de Mauro Movia y Atraviesa el círculo de Fernando Antúnez, Florencia Mara Greco y Andrés Grandi. Frente a un coqueteo con lo eminentemente enigmático que termina en un distanciamiento para con este —aquí, a fin de cuentas, se trata de decir algo—, hay dos problemas opuestos pero complementarios que surgen de estos cortometrajes: por un lado, aquel donde el concepto de la obra toma más importancia que la forma de la misma y, por otro, el de la extremada atención sobre un ejercicio de la forma que atomiza los conceptos.

Se podría pensar que una idea recorre Atraviesa el círculo: el concepto del antiespecismo, la figura de una posición política planteada con ligereza o con un desinterés similar al de un arquitecto al que solo le importan las fachadas de sus edificios, no así sus interiores. Quizás invocar al “antiespecismo” sea solo uno de muchos caminos y formas por los que es posible desandar por este film, donde les realizadores registran los ciclos vitales de un grupo de caballos entregados al olvido. La interpretación es posible, el film se abre, se ramifica y hace de un espacio que parece una suerte de rancho de rehabilitación equino, pero que en pantalla se asemeja más a un purgatorio, terreno fértil para que el espectador navegue. Quizás el problema es que este salvoconducto otorgado al espectador se genera más por abandono que acompañamiento, no se expide el documento de libre tránsito, este es generado de manera de facto. El espectador es así libre acarrear consigo sus prejuicios, sus interpretaciones y hacer de la hermenéutica una herramienta para relacionarse con el film; Atraviesa el círculo recibe, no expide. Lo que en esencia emerge de la pantalla tiene más que ver con un amor por la forma y el ejercicio —lo cual no deja de otorgar un gesto destacable: el cuidado del registro de una vida tan ajena y a la vez cercana como la animal— que con la exposición de una interrogación o una certeza alrededor de lo registrado. 

Atraviesa el círculo (Fernando Antúnez, Florencia Mara Greco y Andrés Grandi)

Frente a esto nos encontramos con Las fuerzas inmanentes, donde las dudas se encuentran escindidas por la simple razón de que, simplemente, no hay lugar dentro del film para el espectador. Este cortometraje pone como eje un retrato actual de la arquitectura de Belgrado y sobre eso entremezcla, en un collage brumoso, el relato de una mujer italiana sobre una leyenda digna de “Las mil y una noches”, maquetas 3D de la ciudad y disconexas referencias a eventos sucedidos en la ex capital de la Yugoslavia socialista. Al revés que en el caso anterior, aquí el observador no es libre, se encuentra en una instancia de cuasi pasividad donde se le presentan dos opciones: entender lo propuesto por el realizador o dejar que todo le pase por el costado. Las fuerzas inmanentes es el caso de una obra de concepto, un cortometraje que se supone antes como dispositivo artístico que como cine; es un corto donde no se discute de (o con la) materia prima del film, sino que busca crear un campo aparte con un programa cerrado, y un pequeño manual propio que ilustre la idea que se desea exponer. La red de diálogo realizador-film-espectador se rompe y en su lugar se instaura una cadena de mensaje. Se entienden las reglas de este manual único y particular —y por ende se accede al concepto que esconde la construcción del corto— o se queda afuera. Parece no haber término medio en este cine muchas veces catalogado de “expandido”.

“Sin prejuicios y sin enemigos (los enemigos son tanto o más importantes que los prejuicios) no se puede pensar”, dice Schwarzböck en el prólogo de Estados alterados[4]; hoy esta idea parece la más adecuada para pensar los lindes de este cine que parece preguntarse por los límites de la idea misma de cine, pero que solo funda pequeños enclaves estéticos rápidamente catalogados y programados como vanguardia. Este tipo de cine contemporáneo más que expandirse se retrotrae a un campo seguro donde cada artista impone sus reglas, sus límites, sus sís y nos. Es un cine blindado donde los prejuicios rebotan y que confecciona puertas adentro un puñado de ideas mientras deja afuera toda posibilidad de entregarse a un campo de disputa. ¿Qué puede remover un cine hecho en (y para) otro mundo? ¿Quién puede ser enemigo de un cine de candidez blindada? ¿Qué puede emerger de un campo de quietud?

Si pensamos en films que quieren, principalmente, decir algo, surge Ob Scena de Paloma Orlandini Castro. Aquí la joven realizadora se embarca en una realización “documental-experimental”, según el catálogo del Festifreak, descripción a la que se le podría agregar la palabra “performativo”. El cortometraje expone un racconto de experiencias sexuales de la realizadora que se amalgaman a un repaso por algunos conceptos de textos académicos sobre sexualidad escritos en los años ‘80; todo conducido hacia una voluntad de repensar el lugar de la representación del sexo en la actualidad. La responsabilidad de llevar adelante el discurso del corto recae principalmente en una voz en off reflexiva a cargo de la realizadora; el yo dice presente nuevamente en el programa de cortometrajes del festival, pero esta vez no se pone en tensión con un otro, en Ob Scena parecería que la procesión va por dentro, en voz alta, pero por dentro. Cuando un cortometraje o un largometraje se apoya tanto en el peso de las palabras la tensión de lo dicho con lo hecho a nivel de la imagen se vuelve el material de costura de la obra. En Ob Scena prima un desbalance: todo enigma posible se disuelve en lo expuesto desde el sonido, la imágen sigue un par de pasos atrás lo reflexionado desde aquella voz insertada dentro del plano del yo. Ob Scena plantea una declaración de principios en contra de las nomenclaturas y las categorías que mucho abarcan y poca realidad aprietan; pero a su vez el propio film no deja de circunscribirse a un laboratorio cerrado, dentro de un experimento puertas adentro que acota, recorta y poda las posibles derivas de lo servido en la mesa de examinación. La narración de corte científico de la voz encauza el sentido a la superficie de lo dicho, una unidimensionalidad emerge cuando desde allí se plantea un discurso unidireccional. Es un intermedio entre los dos cortometrajes anteriores: cine concepto, pero expuesto, sin llave; cine ejercicio, pero guiado con correa. En un momento del corto, la realizadora presenta una suerte de juguete óptico donde diversas láminas móviles e intercambiables solapan imágenes y dibujos de distintas representaciones sexuales; aquella cajita sirve, según dice la narración, para “ubicar las preguntas”. Es interesante la elección de la palabra “ubicar”: las preguntas no se plantean, no se exponen, no se convierten en interrogantes que empujen una emoción o un discurso político; las preguntas se ubican, se insertan en una cajita, se posan dentro de un sistema que las contiene pero no las explota. El corto en su totalidad se asemeja a eso, a un dispositivo cerrado donde los conceptos se disponen para ser observados, no interrogados.

*

Una sospecha preliminar tras esta primera inmersión dentro de los cortometrajes: hace falta más pujanza y desacato en el cine contemporáneo argentino. Abrirle la puerta a los ateliers y los laboratorios para luchar contra las incontrolables luces y variables de lo externo se asoma como un camino provechoso. 

Notas

1. El film fue subido en muy buena calidad por su director a YouTube. Se puede ver aquí

2. Manny Farber define al Gimp como “la técnica mediante la cual se enriquece lo cotidiano añadiendole una dimensión diferente, sensacional y, sin embargo, en apariencia creíble. Requiere forzar encuadres, escenas de actividad comercial, frases («Ya no quedan rostros como estos»), para hacerles decir demasiado”. Citado de FARBER, Manny, Escritos fundamentales. Monte Hermoso Ediciones, 2021, p. 82.

3. El Amante n° 83.

4. FOGWILL, Estados alterados, Blatt & Ríos, 2021, pp. 35-36.


© TOMÁS GUARNACCIA | 2021

[Permitida su reproducción citando la fuente]

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