36° Mar del Plata: Reloj, soledad (César González)

Por Miguel Savransky.


Los trabajos y los días. Sobre Reloj, soledad de César González

Recientemente estrenada en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, Reloj, soledad, la última película de César González, supone un paso hacia adelante en la voluntad de ficción de un derrotero cinematográfico que ya cuenta en su haber con siete largometrajes y una cantidad más o menos pareja de cortos en menos de diez años. Nadine Cifre encarna a una joven —sin nombre en el universo diegético— que vive en un modesto monoambiente sin agua corriente en Villa Dominico y trabaja en una imprenta como personal de limpieza. La villa o la barriada popular sigue siendo un territorio clave de la poética del cineasta pero aquí aparece también otro escenario: la fábrica como ámbito cerrado de trabajo modulado según un ritmo disciplinario abstracto que apunta a la optimización de la productividad, donde se cristalizan las relaciones de clase y subordinación entre el patrón y las mujeres trabajadoras encargadas de la limpieza pero donde también entran en confrontación estrategias antagonistas para obtener una ventaja sobre el otro. El conflicto que se desencadena a partir de un acto de ilegalismo popular cometido por la protagonista no es abordado desde una perspectiva moral (¡no robarás!) sino ética, explorando la pregunta acerca de la posibilidad y la manera de responsabilizarse (o no) por las consecuencias imprevistas de los propios actos que afectan a otras personas en situaciones de vulnerabilidad radical. Estos componentes narrativos puestos en juego y su peculiar índole dramática exceden el mero retrato o crónica de la vida de una piba en la villa y permiten ahondar con mayor ambición en la dimensión ficcional de un relato que se abre a lo universal y lo general sin perder de vista lo particular y lo local. Además de esta combinación entre los distintos entornos (la villa / la fábrica), la película gana en consistencia y se fortalece mediante la integración dramatúrgica entre actores profesionales y no profesionales, con la participación en papeles secundarios de talentos de la talla de Edgardo Castro y Érica Rivas. Otro aspecto en cierta medida novedoso en relación con las ficciones previas de González es la importancia del uso extra-diegético de la música pop sintética de Mueran Humanos en varias secuencias (aunque en algunas ocasiones la banda de sonido coincide con lo que la protagonista escucha en los auriculares al viajar), colaborando en la impregnación de determinadas tonalidades afectivas y el encadenamiento rítmico del montaje.

Reloj, soledad (César González)

La presencia ubicua de Nadine Cifre (también co-autora del guion) en la mayoría de los planos la convierte en protagonista exclusiva y columna vertebral de toda la película, con su tez pálida y su pelo azul-celeste de fantasía, fumando un pucho a cada momento, sea al despertar, en el descanso del trabajo o como reacción tras la amenaza de que le van a tomar la casa esa misma noche. La cámara-en-mano la sigue bien de cerca tanto en el escaso espacio doméstico que habita como en sus caminatas por el barrio al ir y venir del trabajo y en el interior de la fábrica al ejecutar sus rutinas diarias. La cámara está con ella, flota a su alrededor o la acompaña desde atrás, tornando ostensible el movimiento mismo del aparato y su presencia física de una manera que no es ni puramente objetivista ni puramente subjetivista sino algo intermedio, como un testigo virtual de la situación. Su figura se nos ofrece a la vista desde una gran proximidad pero nunca de un modo exhibicionista. Son profusos los primeros planos con su rostro impasible e impenetrable, acaso agobiado. También hay varias tomas de relativamente extensa duración en las que la cámara persigue la caminata de la piba desde unos metros más atrás, a sus espaldas, donde resulta decisivo sentir el paso del tiempo y el peso de la experiencia de ese cuerpo joven, pobre y feminizado. En su casa se lava los dientes, hace pis, come un sándwich de queso y tomate con mucha mayonesa  —presunción de vegetarianismo— o se “ducha” con la poca agua que logró acumular en unas botellas, administrando con rigor ese bien tan escaso y preciado (la cámara pegada a su piel cuando se enjabona la espalda revela la indesmentible sensualidad de la desnudez). En el espacio laboral la vemos fregar, baldear, ordenar el escritorio del patrón, hacerse un reloj. Dos secuencias sin subrayados bastan para dejar en claro que vidas como la suya están sujetas a los peligros del acoso callejero (el tipo en el bondi que la mira insistentemente en forma invasiva y se cambia de asiento cuando ella se cambia de asiento) y a los escarceos del patrón que intenta acariciarle la mejilla con la impunidad que le garantiza su lugar de poder. Felizmente —y en consonancia con las reflexiones vertidas sobre estas cuestiones en su reciente libro El fetichismo de la marginalidad (2021)—, la subjetividad del personaje no responde cabalmente a la estereotipia de una joven villera, en lo que acaso sea una elección adrede para conjurar planteos homogeneizantes y esencialistas sobre los sectores subalternos como los que sostuvo tras las PASO Mayra Arena en el ágora de discusión pública contemporánea. Si tuviéramos que establecer una conexión entre esta película y las anteriores del propio González, la mayor afinidad la encontramos en Atenas (2019): en ambos casos se trata de personajes protagónicos femeninos en un intento por dar cuenta de la especificidad de sus marcas de género.

Reloj, soledad (César González)

Cuando ella va y vuelve del trabajo, nos encontramos con una serie de vistas descriptivas y fragmentarias de la villa, un caleidoscopio de situaciones ópticas y sonoras puras que no hacen avanzar la trama hacia adelante ni exhiben nexos nítidos de continuidad, conjuntos de planos de cierta simpleza y espontaneidad en el registro que acechan la riqueza sensible de esos márgenes en busca de una belleza cruda, frágil y evanescente —incluso, literalmente, en los suelos donde se acumula basura—, mostrándonos un mundo habitado y habitable allí donde supuestamente sólo reinaría la miseria y la necesidad y sosteniendo la posibilidad de mirar de otra manera esas zonas tan colonizadas por una imaginería patologizante o victimista. En estos tramos asoman algunas de las tomas más hermosas: un plano abierto con un niño andando en bici en un pasillo, un plano cerrado de un cortejo de hormigas que desfila alrededor de unos restos de materia orgánica apenas reconocible entre el césped y el suelo empedrado, o los planos de cielos rosas y anaranjados del amanecer en el conurbano surcados por incontables cables del tendido eléctrico. También vemos pasar fugazmente los patrulleros, su presencia cotidiana y naturalizada es parte ineludible del entorno.

La fábrica, en contrapartida, es un espacio pulcro, neutro, aséptico. Allí se prodiga una particular atención al tiempo de trabajo en su modulación cualitativa concreta. Por un lado, hay varias secuencias de fascinación con el auto-movimiento maquínico y las cadencias propias de la manipulación ajustada a los intervalos regulares de la línea de producción, el ensamblaje de cajas, la repetición de gestos. Por el otro, hay un calmo registro del trabajo vivo de limpieza, una labor socialmente desvalorizada y altamente feminizada que resulta sin embargo esencial para la reproducción social. Edgardo Castro encarna al patrón lacónico en un papel de hijo de puta desagradable relativamente contenido (excepto cuando manda a echar a patadas a la otra empleada) que le sienta muy bien. Completa el círculo de pseudo-villanos el pelado vigilante con su comportamiento frío, su abnegación vacía y su pose masculina de fortachú paranoide.

Reloj, soledad (César González)

La noche en que se desencadena el conflicto central con la familia y amigos de la compañera de trabajo despedida tras ser considerada erróneamente la ladrona del reloj, la muchacha protagonista se precipita en una deriva nocturna mientras rumia internamente cómo lidiar con lo que hizo y qué va a hacer ahora. Entabla una incipiente amistad con la kioskera que le vende unos puchos y un vino y le descorcha la botella. “Tengo obra social ahora, ¿sabías?” le dice. Poco después entra en escena otro personaje interpretado por el propio González que también va a comprar algo allí y termina compartiendo el vino en la esquina. El encuentro entre ella y él se prolonga en caminatas sin rumbo aparente hasta la madrugada, entre el coqueteo y la borrachera. En esa secuencia, el enamoramiento de la cámara (operada mayormente por González) hacia la actriz que permea toda la película se trastoca en una serie de gestos, miradas y actitudes corporales de seducción y deseo que entran en campo (la película es también, en cierta manera, un documental sobre su noviazgo, así como las películas anteriores con Alan Garvey son también documentales sobre su amistad).

En los últimos diez minutos de la película, en el momento de mayor desamparo, desesperación e intensidad de la curva dramática, la piba corre en busca de refugio a la casa de una amiga interpretada por Érica Rivas (así aparece mencionada en los créditos pero también da un poco la impresión de ser la madre, tanto por la distancia etaria entre ambas como por la autoridad que ejerce la mayor sobre la más joven y la naturalidad con la que se desenvuelve el ritual de compartir una cena). La amiga le ofrece hospitalidad y oficia como confidente al que es posible decirle la verdad, pero también actúa como conciencia cuestionadora, reacciona con enojo al conocer lo sucedido y tensiona aún más las cosas al exigirle en forma beligerante y decidida que se haga cargo de sus actos, diga la verdad en la fábrica y asuma las consecuencias que eso conlleve (indudablemente, el desempleo inmediato). Tras una breve pero enérgica pelea entre las dos, la muchacha parte nuevamente. De vuelta en las calles, la chica sin nombre se sume en la angustia, la incertidumbre, el miedo físico y la soledad. Entonces la acción se corta abruptamente y tanto ese dilema como el final de la película quedan abiertos (otro punto de contacto con Atenas). A los espectadores nos queda el suspenso, la indeterminación y la capacidad de imaginar qué pasará después.

Reloj, soledad (César González)

Hay algo de cine-guerrilla en la hechura de una película así. No me refiero tanto a la políticidad propia de su universo diegético sino a las condiciones verdaderamente independientes de su producción y realización en un contexto pandémico de estrangulamiento extremo del sector audiovisual —excepto, obviamente, los proyectos apoyados por las grandes rúbricas de la industria—, sin recursos de financiamiento ni del INCAA, ni de entidades privadas, ni del circuito de los festivales de cine (de hecho, es la primera vez que un festival clase A le abre sus puertas a González). Un cine que nace de la urgencia por filmar a partir de los pocos recursos disponibles pero con un pulso firme. Por ello también es acertada e importante la decisión de rodar en pandemia e introducir los espacios públicos de un barrio popular y los medios de transporte dentro del relato, a contramano del repetido gesto de filmar a través de la ventana desde el interior de la casa o el formato diario-del-cineasta-en-su-cotidianidad que proliferó durante los períodos de confinamiento más estrictos. La universalidad aparente del ASPO (Aislamiento Social Preventivo Obligatorio) decretado en su momento por el poder ejecutivo del Estado no pudo implementarse en asentamientos precarios sin agua u otros servicios esenciales o en condiciones de hacinamiento. Estrategias de prevención tales como la cuarentena, el “distanciamiento social” y diversos cuidados sanitarios se organizaron y vivieron de otra manera en esos barrios. Pese a haberse filmado en un momento de mayor apertura y relajación de las restricciones, Reloj, soledad también documenta de manera tangencial e indirecta algunas de esas marcas singulares de la vida en pandemia en los sectores populares.


© MIGUEL SAVRANSKY | 2021

[Permitida su reproducción citando la fuente]

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